En Atomic Heart, cada pasillo reluciente, cada escultura flotante, cada estructura colosal que emerge de la niebla de polímero, habla más que cualquier diálogo. Este no es solo un shooter ambientado en una Unión Soviética alternativa: es un delirio visual cuidadosamente diseñado, una distopía decorada con los restos brillantes del progreso. Un juego donde la arquitectura, el diseño industrial y la escultura pública no solo ambientan: narran.

La URSS que soñó el diseño
Mundfish no recrea la Unión Soviética: la reinventa como un sueño febril de acero inoxidable y optimismo brutalista (tan de moda ahora con la película de Adrien Brody). Todo está embellecido por una estética retrofuturista que bebe del constructivismo, del suprematismo, de los murales de propaganda que exaltaban al obrero convertido en héroe cósmico. Pero aquí esa belleza se ha desencajado. La URSS de Atomic Heart no es un régimen, es un decorado sacado de una pesadilla esteticista.
El arte no es fondo: es contenido. La arquitectura monumentalista que encontramos en la Instalación 3826 no sólo representa poder, lo impone. Hay un deseo evidente de transmitir control a través del espacio. Columnas inmensas, interiores infinitos, proporciones sobrehumanas… todo parece diseñado para empequeñecer al jugador, para que sienta que está dentro de una maquinaria ideológica antes que en un mundo habitable.
Belleza como represión
Hay una violencia en cómo se presenta lo bello. Las esculturas metálicas, los jardines interiores que rozan el surrealismo, los murales animados que todavía intentan enseñar una historia que ya se ha roto… no hay aquí una belleza liberadora, sino una belleza opresiva. El arte se ha convertido en método de control: un barniz para el horror.
Los autómatas, con sus movimientos de ballet, con sus rasgos estéticamente perfectos y casi humanos, refuerzan este contraste entre lo armónico y lo amenazante. El diseño de enemigos no busca solo inspirar miedo, sino incomodidad. Es ese tipo de belleza que incomoda por su perfección, por lo cerca que está de nosotros, pero sin ser realmente nuestra. Atomic Heart nos empuja constantemente a observar lo artificial no como un error, sino como una versión “mejorada” del humano… y eso da miedo.

El pasado como decorado de un futuro muerto
Uno de los gestos más potentes del juego es cómo utiliza el pasado —ese imaginario soviético tan reconocible— para proyectar un futuro que ya nació caduco. Hay una clara nostalgia alterada, como si el juego preguntara qué habría pasado si los sueños utópicos de la URSS hubiesen funcionado… solo para revelarnos que incluso en ese caso, el resultado seguiría siendo aterrador.
Todo está cuidadosamente decorado para recordar que este futuro es una exhibición, un museo de sí mismo. La repetición de motivos propagandísticos, el abuso de formas simétricas, las estructuras que parecen más dedicadas a la mirada del espectador que a la funcionalidad del habitante… todo eso es un gesto crítico. El diseño de arte no busca solo ambientar, sino revelar: aquí se construyó una utopía para la galería, no para vivir en ella.
El diseño como discurso
Lo más valioso de Atomic Heart es que su propuesta estética no es solo un envoltorio bonito. No se limita a citar corrientes artísticas del siglo XX: las reinterpreta para hacerlas hablar. Hay una narrativa paralela a la principal que se cuenta en el diseño de interiores, en las elecciones cromáticas, en el uso del espacio. La sensación de alienación, de vigilancia constante, de haber llegado siempre tarde a algo… no surge del guion, sino de la propia atmósfera visual.
Y es ahí donde el juego se siente más potente: cuando calla y deja que el entorno hable. Cuando atraviesas un pasillo con columnas de mármol, iluminado por luz natural filtrada a través de vitrales que representan progreso tecnológico, y justo debajo ves los restos de un experimento fallido. Cuando te detienes a mirar una escultura cinética moviéndose en perfecta armonía, sabiendo que fue creada por una IA que ya ha dejado de obedecer. Esos contrastes, esas tensiones, son el verdadero guión de Atomic Heart.




¿Estética sin ética?
Pero Atomic Heart también plantea un dilema incómodo: ¿hasta qué punto puede la estética encubrir una ética podrida? El juego está obsesionado con lo visual, pero a veces parece más fascinado por el decorado que por lo que implica. Hay momentos en que su discurso se disuelve en su propia estética, como si el envoltorio terminara devorando el contenido.
Y quizá esa sea la reflexión más poderosa que deja. ¿Cuántas veces en la historia hemos sido seducidos por lo monumental, por lo perfectamente diseñado, por lo “civilizado”, solo para descubrir que debajo latía la represión, la explotación, el olvido del individuo? Atomic Heart no responde, pero lo insinúa. Su mundo está perfectamente construido para hacerte dudar de cada belleza que observas.
Conclusión
Atomic Heart es un juego cuya fuerza no está solo en su gameplay o en sus dilemas narrativos, sino en su diseño artístico. Es un museo jugable de una ideología imaginaria, una crítica camuflada de belleza. Su estética no es un adorno: es su verdadero discurso.
Jugarlo es caminar por una galería donde cada estatua tiene una historia de obediencia, donde cada edificio fue diseñado para borrar la disidencia. Es, en el fondo, un juego sobre cómo lo hermoso también puede servir al control. Y sobre cómo, incluso en los mundos más estéticamente perfectos, lo humano siempre termina rompiendo por las costuras. Y si os gustan los títulos que juegan con el dominio de la estética existencialista os animo a darle un vistazo a este artículo de NieR Automata que tenemos en la web.