Opinión

Píxeles con arrugas: la vejez en los videojuegos

En los videojuegos solemos escapar del tiempo. Todo es eterno: los héroes se reinventan en cada secuela, los paisajes permanecen intactos, la derrota nunca es definitiva porque siempre hay un “continuar”. Y, sin embargo, fuera de la pantalla, el tiempo corre implacable. El contraste es brutal: mientras los píxeles permanecen jóvenes, nosotros envejecemos. Quizás por eso la vejez resulta un tema tan extraño en este medio: porque hablar de ella es recordarnos que, en algún punto, también nuestras manos y reflejos comenzarán a fallar.

El silencio de los píxeles

Intentemos un ejercicio. ¿Cuántos protagonistas ancianos recordamos? La lista no tarda en agotarse. Cuando la vejez aparece, casi siempre adopta formas conocidas: el maestro sabio que transmite su legado, la abuela entrañable que guarda recetas mágicas, el villano que se resiste a soltar el poder. Arquetipos. Roles secundarios. Nunca la plenitud de una vida que se apaga.

Este silencio no es casual. El medio, construido históricamente sobre la acción rápida y el espectáculo visual, teme que la vejez ralentice el ritmo, que “aburra” al jugador, que le recuerde demasiado a su propia fragilidad. Y sin embargo, el silencio pesa. Cada ausencia habla tanto como una presencia. El videojuego parece gritar: la vejez existe, pero aquí no hay sitio para ella.

Cuando el tiempo se cuela en la historia

Aun así, hay grietas en esa superficie pulida. En Metal Gear Solid 4, ver a Snake con el cuerpo roto fue un golpe emocional. Ya no era el héroe perfecto, sino un hombre vencido por el tiempo, arrastrando su vida en un mundo que todavía le exigía salvarlo. Ese Snake obligaba a replantearnos qué significa ser héroe cuando el cuerpo ya no responde.

En The Last of Us Part II la representación de los personajes mayores es más sutil. No son caricaturas ni símbolos, sino personas con rutinas, cansancios y arrugas. En medio del apocalipsis, la vejez se convierte en un acto de resistencia. Seguir viviendo, incluso cuando el cuerpo empieza a traicionar, ya es un gesto heroico.

Y después está Kratos. No lo vemos viejo, pero sí transformado. El guerrero furioso ahora calla más de lo que grita, enseña en lugar de destruir, carga con cicatrices invisibles que pesan más que las visibles. La suya no es vejez física, sino madurez emocional. Y es revelador: a veces el paso del tiempo no se mide en arrugas, sino en la forma en que miramos el mundo.

El jugador que envejece

Más allá de los personajes, hay algo todavía más evidente: los jugadores también envejecemos. Aquellos que crecimos con cartuchos y pantallas de tubo hoy sentimos cómo el mando ya no se sujeta igual, cómo los reflejos fallan, cómo el cansancio nos obliga a pausar. La experiencia de juego se transforma con nosotros.

Un título frenético puede convertirse en frustración cuando ya no respondemos igual, mientras que un juego pausado o narrativo se abre como refugio. Los mundos virtuales no cambian, pero nuestra mirada sobre ellos sí. Y en ese contraste, la vejez se convierte en un filtro: ya no jugamos para probar que podemos, sino para disfrutar de otra manera.

Aquí se revela una verdad incómoda: quizás no necesitamos que todos los personajes en pantalla envejezcan. Tal vez basta con que los juegos reconozcan que el jugador lo hace, y ofrezcan espacios que nos acompañen también en esa etapa vital.

La vejez como mecánica: lo que aún falta

¿Qué pasaría si un juego realmente se atreviera a hacer de la vejez parte de la jugabilidad? Que los reflejos del protagonista se volvieran más lentos con el tiempo, que la memoria se fragmentara y obligara al jugador a suplirla con ingenio, que la estrategia desplazara a la fuerza bruta porque ya no hay otra opción.

La incomodidad sería inmediata. Muchos rechazarían un título así porque les recordaría demasiado a la realidad. Pero también sería un acto de honestidad, de valentía creativa. La vejez no tendría por qué significar derrota: podría significar otro tipo de reto, otro modo de jugar, otra narrativa.

Un juego así nos invitaría a pensar que el tiempo no destruye la experiencia, sino que la transforma. Que envejecer no es quedarse sin partida, sino aprender nuevas formas de seguir en ella. De vez en cuando aparece un juego que rompe el silencio. Old Man’s Journey es uno de ellos: una pequeña aventura donde seguimos a un anciano en su último viaje. No hay combates ni héroes imposibles, sólo paisajes, recuerdos y la calma de caminar sin prisa. Un recordatorio de que la vejez también puede ser protagonista, y de que jugar no siempre significa correr, sino a veces simplemente mirar atrás con ternura.

Conclusión: la partida no termina con las arrugas

El videojuego todavía no sabe hablar de la vejez. Prefiere la juventud eterna, los cuerpos ágiles, los héroes inmortales. Pero cada tanto aparecen grietas: Snake convertido en un soldado roto, Kratos descubriendo la paternidad, comunidades de jugadores mayores que siguen construyendo mundos virtuales.

La vejez no debería limitarse a ser un arquetipo narrativo. Puede ser motor de historias, de mecánicas, de emociones. Porque todos, tarde o temprano, llegaremos ahí: los píxeles permanecerán jóvenes, pero nuestras manos no. Y cuando ese día llegue, tal vez descubramos que envejecer en un videojuego no es un final, sino una nueva forma de jugar.

Pedro A.

About Author

Historiador, amante del cine, de los gatos y de los murciélagos que protegen la ciudad gótica. Videojugador desde chiquitito, si quieres conquistarme, tu dame un buen personaje y una buena historia y me tendrás en la palma de tu mano.

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