Hay videojuegos que se juegan y videojuegos que se sienten. Gris, de Nomada Studio, pertenece a esa minoría exquisita que no compite por la habilidad del jugador, sino que se instala en su memoria afectiva. No propone un reto, sino una travesía emocional. Bajo una apariencia etérea de acuarela en movimiento, se esconde una metáfora íntima sobre el duelo, el trauma y la reconstrucción del yo. Es un lienzo que se despliega con cada paso y una melodía que se recompone con cada color.
Lanzado en 2018, este proyecto español se impuso como una anomalía estética dentro del medio. No por su belleza, de la que muchos juegos presumen, sino por su capacidad de entrelazar esa belleza con el significado. Gris no solo se ve hermoso, sino que cada trazo, cada mecánica, cada nota de su banda sonora es un elemento narrativo.

El gris del comienzo: cuando la voz se rompe
La primera escena de Gris es el colapso. No hay tutorial, ni texto, ni contexto. Solo una joven de cabello oscuro en lo alto de una estatua, entonando una canción que se deshace antes de nacer. Su voz, simbólicamente asociada a la expresión emocional, se quiebra, y con ella, todo su mundo.
La caída de la protagonista da paso a un entorno carente de color, donde el gris domina el paisaje. Esta elección cromática no es decorativa: es fundacional. El gris no es solo ausencia de color, sino el punto intermedio entre todos ellos, una niebla emocional donde la identidad se diluye. En esta fase inicial, Gris no puede saltar. Literal y metafóricamente, está anclada.
La voz rota representa una psique devastada, un yo fracturado por la pérdida. Esta imagen, aparentemente simple, condensa el punto cero del duelo: la negación, la suspensión del yo, la caída hacia un mundo que ya no responde a las leyes conocidas. La escultura, posiblemente una alegoría materna, ha sido destruida. Y con ella, todo lo que Gris era.
Un duelo cromático: caminar a través del alma
La estructura narrativa de Gris se vertebra a través de cinco colores que marcan el progreso de la protagonista y, al mismo tiempo, el avance en las cinco etapas del duelo según el modelo Kübler-Ross: negación, ira, negociación, depresión y aceptación. El videojuego no lo anuncia explícitamente, pero su diseño lo grita en cada paso.

Rojo y verde: la ira y la negociación
Cuando el color rojo irrumpe en el mundo de Gris, lo hace acompañado de una tormenta de arena y viento. Es una fase violenta, hostil, donde el entorno parece expulsar a la protagonista. Es la ira que viene tras la negación: una respuesta visceral ante la injusticia de la pérdida. Aquí, Gris adquiere la habilidad de convertirse en un bloque de piedra, una figura pesada, resistente, capaz de romper estructuras y soportar la tormenta. La metáfora es poderosa: ante el dolor, nos volvemos rígidos, impenetrables, duros. No avanzamos: embestimos.
El verde aparece en forma de naturaleza, de luz, de compañía. Aquí nace una figura simpática —una criatura con forma cúbica— que acompaña a Gris. Este fragmento representa la etapa de negociación: intentamos encontrar consuelo, pactamos con el dolor, evocamos recuerdos felices para equilibrar la balanza emocional. La música se vuelve más esperanzadora, los movimientos más fluidos. Pero la herida no está cerrada. Es solo una tregua.
Azul y amarillo: la depresión y la aceptación
El azul llega sumergido. Gris se interna en las profundidades del agua, donde la gravedad se vuelve relativa, y todo se ralentiza. Es la etapa más oscura del juego, donde la protagonista debe enfrentarse a una gigantesca anguila negra: un monstruo que no es otro que su sombra, su miedo, su tristeza inabarcable. Aquí el color no consuela; ahoga. Cada movimiento es pesado, cada paso un esfuerzo. El sonido se atenúa, el mundo se vuelve un eco. Es el momento más introspectivo de la travesía.
La última fase llega con la luz del amanecer. El amarillo inunda el cielo, y Gris, por primera vez, canta de nuevo. Su voz reconstruye el mundo, como si cada nota reparara un fragmento del alma. La estatua materna renace en el horizonte, no como presencia física, sino como guía espiritual. La protagonista ya no carga con su dolor: lo ha integrado. La aceptación no es olvido, sino transformación. Gris no vuelve a ser quien era antes de la caída. Es otra. Más rota, más sabia, más entera.

Acuarela en movimiento: la poética del diseño
Lo que convierte a Gris en una obra de arte no es solo su estilo visual, sino su coherencia estética con el relato. Cada color, cada animación, cada transición ha sido pensada para representar emociones antes que acciones. El diseño de Conrad Roset, ilustrador catalán conocido por su trabajo en acuarela y tinta, tiñe el universo de Gris de una fragilidad onírica. Los escenarios no son espacios a conquistar, sino estados emocionales a recorrer.
El juego prescinde de HUD, puntuaciones, mapas o indicadores. La pantalla está limpia. Solo el personaje y el mundo. Esa ausencia no es minimalismo estético, sino una invitación a mirar, a detenerse. El jugador no debe calcular: debe sentir.
Narrativa sin palabras: cuando el silencio lo dice todo
Uno de los logros más destacados de Gris es su capacidad para contar una historia compleja sin una sola línea de diálogo. No hay textos, ni narradores, ni cinemáticas explicativas. Todo lo que sabemos, lo intuimos a través del diseño visual, las mecánicas y el lenguaje simbólico. Esto exige del jugador una atención distinta: no hacia lo que se dice, sino hacia lo que se siente.
La ausencia de violencia, de enemigos letales, de posibilidad de morir, transforma la experiencia en un viaje introspectivo. Los retos no están diseñados para frustrar, sino para acompasar el avance emocional. No hay peligro de “fallar”, solo de detenerse. Esta elección narrativa convierte al jugador en un viajero más que en un héroe: alguien que transita el duelo, no que lo combate.

Cantar para volver a ser
Al final de Gris, la protagonista asciende. No como un premio, sino como un acto de trascendencia. Canta. Florece. Y en su canto nos redime también a nosotros. El jugador no termina con más habilidades ni más puntos, sino con algo más íntimo: un espejo.
Gris nos habla del dolor, sí, pero también de la necesidad de nombrarlo, de atravesarlo, de transformarlo en algo bello. Porque sólo cuando somos capaces de cantar de nuevo, de recuperar nuestra voz interior, podemos reconstruir lo perdido. Y en esa reconstrucción, en esa aceptación, hay una forma profunda de libertad.


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