La primera vez que juegas a NieR: Automata, de Square Enix, lo haces con la falsa seguridad de estar ante un hack & slash con estética postapocalíptica y androides de diseño impecable. Luego, poco a poco, el juego te susurra que no, que hay algo más, que aquí no solo se viene a disparar y esquivar, sino a preguntarse por qué se sigue adelante cuando nada tiene sentido. Y entonces el golpe existencial cae como un martillo: NieR: Automata no es solo un videojuego, es un ejercicio filosófico vestido de distopía. Y en su núcleo resuena una de las grandes preguntas que obsesionaron a Jean-Paul Sartre: ¿Qué significa existir cuando Dios ha muerto y la esencia ya no está dada de antemano? Veamos como Yoko Toro ha dispuesto su propia filosofía en uno de los juegos más importantes de la pasada década.

La angustia de existir en un mundo sin propósito
La guerra entre androides y máquinas que estructura la narrativa del juego es solo un telón de fondo para la angustia existencial. 2B y 9S se mueven en un mundo sin humanos, creados para proteger a unos amos ausentes y atrapados en una misión sin sentido. Aquí Sartre sonreiría: no hay destino, no hay esencia previa, solo elecciones. «Estamos condenados a ser libres», diría, y los androides de YoRHa son la encarnación perfecta de esa condena. Su única misión es la obediencia, pero en su interior hierve la duda: ¿qué hacemos cuando nos damos cuenta de que nuestras acciones carecen de propósito real?
El existencialismo sartreano nos dice que la angustia es el resultado de comprender que la vida no tiene significado intrínseco. Cada personaje en NieR: Automata encarna esta crisis: 2B lucha por cumplir con su deber, mientras que 9S busca una verdad que tal vez no exista. A2, por su parte, representa la rebelión ante un sistema absurdo. Todos ellos son piezas atrapadas en un juego que no tiene un objetivo claro, y cada uno debe encontrar su propio significado en la desesperanza.
Las máquinas y la ironía de la conciencia
La respuesta, si es que hay alguna, la encontramos en los propios antagonistas del juego: las máquinas. Seres mecánicos que no solo han aprendido a combatir, sino también a filosofar, a amar, a sentir. Sartre habría apreciado la ironía: los autómatas, los meros constructos, son los que parecen haber entendido mejor que nadie la angustia de existir. Simone, nombrada en honor a Simone de Beauvoir, persigue la belleza para alcanzar el amor, mientras que Jean-Paul (una clara referencia al propio Sartre) se enreda en discursos filosóficos vacíos que dejan a sus seguidores frustrados. Porque sí, NieR: Automata se permite el lujo de burlarse de la filosofía mientras la encarna.
Adán y Eva, las máquinas con nombres bíblicos, simbolizan la lucha contra la nada. Adán busca conocimiento hasta el extremo, mientras que Eva persigue la conexión emocional. Ambos fracasan, mostrando que el deseo de significado es una trampa sin salida. En este punto, NieR: Automata nos muestra una de las grandes paradojas de la existencia: la búsqueda de sentido es, en sí misma, una ilusión.

El ciclo eterno de la duda
Pero el verdadero puñetazo existencial llega cuando el juego te arrastra por su narrativa cíclica. No basta con acabarlo una vez, ni dos, ni tres. Cada vuelta desmonta la ilusión de propósito y reafirma la idea de que el sentido de la vida es una construcción humana (o androide, en este caso). No hay gran revelación, no hay final feliz. Solo la libertad de decidir qué hacer con la nada. Y esa, nos diría Sartre, es la carga más grande de todas.
Cada final de NieR: Automata nos enfrenta a nuevas capas de significado (o falta de él). La historia se repite, los personajes mueren y reviven, pero nada se resuelve del todo. La libertad de elección se convierte en un tormento, porque ninguna respuesta es definitiva. Esta idea de la repetición absurda recuerda la condena de Sísifo en la mitología griega.


NieR: Automata
NieR: Automata y la verdad sobre nuestra existencia
Al final, NieR: Automata hace lo que mejor saben hacer los grandes relatos: enfrentarte a tus propias contradicciones. Nos deja con la sensación de que tal vez no haya respuestas definitivas, solo elecciones. Y en ese espacio incierto entre la acción y la duda, entre el ser y la nada, encontramos lo más parecido a una verdad: existimos porque seguimos adelante.
El juego no ofrece moralejas ni soluciones fáciles. No hay redención ni destino manifiesto. Solo el peso de la existencia, la angustia de la libertad y la incesante pregunta de qué significa estar aquí. Sartre nos recordaría que no hay un camino predeterminado, solo la posibilidad de construir uno, con todas sus contradicciones y paradojas. Y en ese dilema, en esa elección constante, NieR: Automata se convierte en algo más que un videojuego: es un espejo filosófico en el que nos vemos reflejados, obligados a enfrentar la única certeza que nos queda: que estamos condenados a existir.


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