En 2005, en plena vida gloriosa de la PlayStation 2, apareció Genji: Dawn of the Samurai. No fue el lanzamiento más ruidoso, ni el más popular. Pero quienes lo jugaron, difícilmente lo olvidaron. Genji era una carta de amor a la historia japonesa, a las leyendas de samuráis, al honor y la venganza, todo contado con un estilo que todavía hoy se siente especial.

Detrás del proyecto estaba Game Republic, y Sony se encargó de ponerlo en nuestras manos. Puede que el gran público no lo haya celebrado como otros títulos de la época, pero si algo dejó claro Genji es que los videojuegos también podían ser poesía en movimiento.
Un viaje por honor, sangre y redención
Genji: Dawn of the Samurai sitúa su historia en el Japón del siglo XII, un país marcado por la guerra entre clanes. El joven Yoshitsune Minamoto, último heredero del clan Genji, se levanta contra los Heishi, quienes arrasaron a su familia y dominaron el territorio.
La narrativa avanza con fuerza. Yoshitsune, acompañado del monje guerrero Benkei, recorre caminos plagados de enemigos y desafíos sobrenaturales. Ambos protagonistas representan dos estilos de lucha: velocidad y precisión en Yoshitsune, fuerza bruta y resistencia en Benkei. El jugador puede alternar entre ellos según la necesidad, lo que da ritmo y variedad al combate.
Inspirado en el clásico Heike Monogatari, Genji mezcla hechos históricos con elementos místicos sin perder coherencia. Cada nivel avanza con determinación, construyendo una historia de venganza y redención que se siente auténtica y poderosa.

Combate: simple, bonito y adictivo
Uno de los grandes encantos de Genji es lo bien que se siente el combate. No intenta ser excesivamente complicado, pero cada golpe, cada esquiva y cada movimiento tiene ese sabor especial de los juegos que entienden que el ritmo es tan importante como el espectáculo.
Además, contaba con el sistema «Kamui», que te permitía activar una especie de tiempo bala para asestar combos letales de una manera brutalmente satisfactoria. Ejecutarlo bien te hacía sentir como un verdadero samurái: elegante, rápido, letal.
Lejos de ser un machacabotones más, Genji premiaba la concentración y el buen timing. Era fácil de aprender, pero difícil de dominar, justo como debe ser un buen juego de acción. Así, el combate se convierte en una danza entre vida y muerte, más cercana al arte marcial que a la pura espectacularidad.


Una carta de amor visual a Japón
Si hay algo que todavía hoy destaca de Genji, es su apartado visual. El juego parecía una pintura japonesa hecha videojuego. Templos rodeados de faroles, bosques teñidos de rojo otoñal, puentes sumergidos en la niebla… Cada escenario estaba diseñado con una sensibilidad que no se ve todos los días.
No era solo bonito, era un viaje a un Japón de leyenda, a ese mundo de guerreros que tantas veces imaginamos. Y la música acompañaba todo esto con melodías suaves, melancólicas, tocadas con instrumentos tradicionales como el shamisen o la flauta shakuhachi. No necesitaba ser grandilocuente, solo estar ahí, respirando junto al jugador.
El diseño de personajes respeta las vestimentas y armaduras de la era Heian, mientras las armas reflejan fielmente la estética de la época. La ambientación no se siente forzada, sino natural, como si uno estuviera recorriendo una pintura viviente.

¿Y qué pasó después?
A pesar de todo su arte y buen hacer, Genji no arrasó en ventas. Muchos lo pasaron por alto en favor de otros nombres más grandes. Pero quienes lo descubrieron saben que fue un pequeño tesoro.
Un año después llegó su secuela, Genji: Days of the Blade, en PlayStation 3. Aunque intentó subir la apuesta en escala y gráficos, algo del alma del primer juego se perdió en el camino. Y sí, es imposible hablar de la secuela sin recordar aquel infame momento en el E3 donde Sony hablaba de “batallas históricas” mientras mostraban un cangrejo gigante. Un momento legendario, aunque no por las razones que habrían querido.
Más allá de las anécdotas, el primer Genji dejó algo real: una experiencia sincera, hecha con cariño, que entendía que a veces lo más importante no es sorprender con números o explosiones, sino emocionar con belleza y propósito.